Utopía
Del lat. mod. Utopia, isla imaginaria con un sistema político, social y legal perfecto, descrita por Tomás Moro en 1516, y este del gr. οὐ ou ‘no’, τόπος tópos ‘lugar’ y el lat. -ia ‘-ia’.
- Plan, proyecto, doctrina o sistema deseables que parecen de muy difícil realización.
- Representación imaginativa de una sociedad futura de características favorecedoras del bien humano.
Cuando, allá por 1516, Tomás Moro escribió Utopía, probablemente no imaginaba el poder que tendría su obra en el imaginario colectivo y que, siglos después, su isla sería capaz seguir bautizando a todo aquello que, de tan ideal y perfecto, se considera inalcanzable. Algunas de sus descripciones no han perdido vigencia y, de hecho, hoy pueden ser interpretadas de un modo muy acorde a la emergencia climática. «[…] Nos hizo ver que por debajo de la línea del ecuador todo cuanto se divisa en todas las direcciones de la órbita solar es casi por completo una inmensa soledad abrasada por un calor permanente. Todo es árido y seco, en un ambiente hostil, habitado por animales salvajes, culebras y hombres que poco se diferencian de las fieras en peligrosidad y salvajismo. Pero a medida que se iban alejando de aquellos lugares, todo adquiría tonos más dulces. El cielo era más limpio, la tierra se ablandaba entre verdores. Era más suave la condición de animales y hombres», escribía.
Aunque no fue el primero en hacer planteamientos de sociedades ideales imaginarias, el libro de Moro fue capaz de asentar un concepto filosófico que ha echado raíces en la sociedad occidental. Desde su publicación en el Renacimiento, el texto ha sido diseccionado y utilizado como modelo al hablar de filosofía, de gobiernos y de organización social y, sobre todo, de la importancia del trabajo colectivo en la construcción de una mejor sociedad: para alcanzar lo inalcanzable en el futuro, es necesario transformar el presente. No en vano, algunas de las cosas que imaginaba el autor en su libro –una crítica profunda a la sociedad de su tiempo– hoy no nos suenan del todo desconocidas, como la tolerancia a otras religiones o las organizaciones asamblearias para discutir aspectos que conciernen a la comunidad.
A nivel tecnológico, social, económico o ideológico, la utopía ha sido un leitmotiv filosófico durante siglos, sobre todo en la época moderna. Desde las utopías económicas (tanto liberales como socialistas) a las políticas, pasando por las tecnológicas o las ecologistas, cada uno proyecta en su futuro ideal aquello que desea para la sociedad con la que sueña, ya sea la paz mundial, la igualdad entre seres humanos, la abolición de las fronteras o la protección de la naturaleza. «La utopía ha acabado por ser un instrumento indispensable para pensar la realidad y transformarla desde los parámetros culturales que han sido comunes en Europa y América en los últimos 500 años. Soñar, soñar lo totalmente diferente, soñar un futuro mejor, es algo que está en el corazón mismo de la modernidad», escribía el académico Juan Pro en la presentación de 500 años de utopía: lecturas de Tomás Moro.
El utopismo en la era de la distopía
Sin embargo, al igual que podemos volcar nuestros anhelos en imaginar un mañana ideal, la incertidumbre de no saber qué nos deparará el futuro también abre la puerta a volcar en él nuestros temores. Así, más tarde que el concepto de utopía nació el de distopía, creado precisamente como su antónimo y bajo cuyo paraguas se enmarcan imaginarios catastróficos de futuros deshumanizados, apocalípticos o sociedades totalitarias y al borde del colapso.
La distopía ha tenido y tiene, desde hace décadas, un enorme potencial para la ficción, como se puede comprobar en la sociedad hipervigilada de George Orwell en 1984 o en la civilización anestesiada de Aldous Huxley en Un mundo feliz, entre otros muchísimos títulos. Sin embargo, desde hace unos años, el género se ha vuelto omnipresente, sobre todo en las series que arrasan entre el público. El cuento de la criada, Black Mirror, Years and years, El colapso y decenas de títulos más se aglutinan en las plataformas. Aunque cada una con sus particularidades, casi todas ellas tienen notas comunes como una tecnología que se cuela hasta los últimos rincones de nuestra vida cotidiana, gobiernos que vulneran los derechos humanos más elementales o crisis que exacerban los problemas que experimentamos como sociedad, ya sea la desigualdad, el machismo o el cambio climático. ¿Lo más espeluznante? Que, por momentos, parecen que pueden hacerse realidad.
«En los años setenta no había la sensación de una amenaza inminente como hoy, ni la progresión lenta hacia la barbarie, ni la sensación de las dictaduras privadas de las tecnológicas. Había una esperanza en el futuro. Quizá el éxito actual de la distopía se deba a la capacidad de estas obras de reproducir el mundo irreal en el que vivimos, con el peso cotidiano de pantallas. Pero la distopía es tan vieja como la humanidad: está en la Odisea o en Swift», sostenía el escritor Hervé Le Tellier, ganador del premio Goncourt, en una entrevista publicada en El País.
La pandemia y la sensación de incertidumbre económica, sumada a una realidad climática poco halagüeña –que hace muy fácil imaginar escenarios tendentes al colapso con solo escuchar a la ciencia– han dado, sin duda, un empujón tanto al género como a su asociación con la vida cotidiana. Si hace unos años la palabra distópico solo se asociaba a la ficción, hoy es empleada habitualmente en discursos políticos, en redes o en conversaciones coloquiales, quizá porque, aunque con matices, sí que hemos vivido ciertos episodios ya imaginados en distopías anteriores, relacionados por ejemplo con el totalitarismo o la tecnología. ¿Acaso no son, en cierto modo, distópicos los sistemas de publicidad que tienen permiso para escucharte y ofrecerte anuncios solo para ti? ¿O el sistema de reconocimiento por puntos aprobado por el gobierno chino para premiar a los buenos ciudadanos, inquietantemente parecido a lo planteado en un episodio de Black Mirror?
«Las distopías reflejan nuestras ansiedades colectivas en el marco cultural de la posmodernidad. A diferencia de lo que sucedía en la modernidad, ya no creemos que el futuro esté ligado al progreso y vaya a ser necesariamente mejor. Se ha convertido en algo que nos produce miedo y ansiedad, así que creamos productos culturales que tratan de alertar sobre los riesgos de ir a peor, sobre los peligros que nos esperan a la vuelta de la esquina. Es lógico, pero el efecto combinado ha sido devastador», sostiene Layla Martínez, autora de Utopía no es una isla: catálogo de mundos mejores, un libro reciente en el que precisamente aborda el potencial transformador que la ficción tiene dentro del imaginario colectivo.
Percibir una realidad amenazante, falta de certezas y con aspectos que escapan a nuestro control empuja a imaginar futuros peores. Ver el telediario o leer los titulares apocalípticos de la prensa tampoco ayuda. Eso sí, la cara positiva la apunta el escritor Agustín Fernández-Mallo: ninguna distopía se cumple, como tampoco ninguna utopía.
Fotograma de ‘El cuento de la criada’ (HBO).
Para qué sirve la utopía o el poder de imaginar un mañana mejor
Sin embargo aunque sepamos que ni una ni otra se cumplen, sí nos sirven para ponernos en marcha, para proyectar lo que queremos evitar… y lo que queremos conseguir. «La principal virtud de la ilusión reside en su capacidad para apartarnos de la realidad, incurrir en el error, sin tener conciencia de habernos equivocado. O dicho más claramente: adentrarnos en el mundo de lo que no es real y de lo que no podemos hacer en la vida real, sin correr ningún riesgo», analiza el profesor Francisco J. Martínez Mesa en un artículo. Y añade: «Sabemos que en la vida cotidiana los errores nos esperan, aunque no estamos seguros de que nos gusten cuando lleguen. En el mundo de lo imaginario también sabemos que podemos y vamos a equivocarnos, pero nuestra participación en él siempre es consentida. ¿Motivos? Probablemente porque cuando nos aproximamos a la realidad bajo el velo de la ficción podemos aventurarnos en el terreno de lo incierto y lo problemático sin necesidad de poner en entredicho nuestras creencias de partida y, por tanto, sin temor a incurrir en el error».
En medio de ambos conceptos, Zygmunt Bauman también planteaba hace años el concepto de la retrotopía, la búsqueda de ideales utópicos en el pasado y no en el futuro. «Hay una creciente brecha abierta entre lo que hay que hacer y lo que puede hacerse, lo que importa de verdad y lo que cuenta para quienes hacen y deshacen; entre lo que ocurre y lo deseable», advertía el teórico de la modernidad líquida. El boom de obras nostálgicas parece confirmar esa tendencia: cuando no sabemos qué nos depara el mañana, nos sentimos cómodos regresando a un pasado que, aunque pueda ser idealizado o sesgado, nos ofrece certezas frente a un presente que sentimos levantarse sobre arenas movedizas.
Pese a las tentaciones por regresar a la Arcadia pasada, en un momento clave para el futuro de la humanidad, hoy las utopías mantienen su poder en la creación de conciencia colectiva. «Los productos culturales reflejan la realidad, pero al hacerlo, también la crean. Imaginar futuros peores nos ha quitado la capacidad de pensar en un porvenir mejor. Si solo imaginamos un futuro peor, el presente nos parecerá admisible y no lucharemos para cambiar las cosas», concluye Layla Martínez.
En numerosas entrevistas, le preguntaron al escritor Eduardo Galeano para qué servía la utopía. En todas ellas contestaba lo mismo: la utopía es un horizonte que, aunque sabemos que no puede alcanzar, nos sirve para seguir avanzando. Y, en un momento como este, cuando el desánimo y el desaliento parecen cubrirlo todo de manera inevitable, no podemos permitirnos el lujo de dejar de caminar.