Plano general. Un granjero intenta cultivar algo con lo que alimentar a su familia en una tierra que, desde hace años, está baldía. Aunque no hay ningún cartel que indique cuándo se sitúa la acción, los espectadores tienen claro desde los primeros minutos de metraje que Interestellar (Christopher Nolan, 2015) es una distopía que, si nadie lo remedia, podría no ser ficción dentro de unas décadas por los efectos del cambio climático. En la cinta, el protagonista se lanza a las estrellas en busca de una solución desesperada para que su hija sobreviva pero, en la realidad que hoy habitamos, millones de personas se esfuerzan cada día en encontrar remedios más mundanos con ese mismo objetivo: salvar el planeta para salvarnos también a nosotros. Con ese objetivo, en 2009 Naciones Unidas declaró oficialmente el 22 de abril como Día Mundial de la Tierra, una manera de concienciar a todo el globo de la importancia de proteger los ecosistemas que nos acogen.
Sin embargo, la preocupación climática es muy anterior a la declaración de Naciones Unidas y al boom de los ‘días mundiales’ que vivimos desde hace unos años. Hace algo más de cincuenta años, un grupo de activistas demostraron que, a la hora de exigir actuaciones para proteger el medio ambiente, las movilizaciones sirven para avanzar en el camino y, sobre todo, pueden dar el primer paso para marcar la agenda de la sociedad en su conjunto.
En un contexto de apogeo de los movimientos pacifistas y hippies, la ecología no parecía ser relevante para los representantes políticos. Gaylord Nelson, senador por Winsconsin que sí tenía el tema en su agenda, decidió tomar como modelo esas protestas masivas de los jóvenes que se oponían a la Guerra de Vietnam para lograr llegar a la opinión público. De la mano del activista Denis Hayes –considerado precursor del ecologismo moderno–, organizaron una manifestación el 22 de abril de 1970 que logró la movilización de más de veinte millones de personas en todo el país y miles de universidades y escuelas que reclamaban la creación de una Agencia medioambiental para luchar, sobre todo, contra la contaminación. Lo consiguieron: a finales de ese mismo año nacía la Agencia de Protección Medioambiental de EE. UU. (EPA, por sus siglas en inglés).
Desde que ellos plantasen la primera semilla, la conciencia medioambiental entre la población –y, por suerte, también entre los dirigentes políticos– ha crecido hasta convertirse hoy en un enorme árbol imposible de talar. Aún así, el aumento de la preocupación por ella no se ha producido a la misma velocidad que el deterioro de la Tierra: por ejemplo, se estima que en el último medio siglo el Amazonas ha retrocedido alrededor de 700.000 kilómetros cuadrados. Mientras, la temperatura del planeta sigue subiendo –desde hace veinte años cada año es más cálido que el anterior– y el hielo de los polos se derrite cada vez más rápido.
Una causa arriesgada para los activistas indígenas
La emergencia climática, evidenciada por décadas de datos y estudios científicos, hace décadas que dejó de relacionarse exclusivamente con esos movimientos hippies o con las campañas de aquellos barcos de Greenpeace que se oponían a la caza de ballenas. Además de multiplicarse en las calles o con acciones reivindicativas, quizá uno de los grandes logros del activismo es que cada vez más organizaciones y administraciones asumen la cuestión medioambiental como algo transversal que va desde minimizar la huella de carbono a transformar la economía.
Sin embargo, aunque sobre todo en Europa y Estados Unidos el ecologismo esté, a diferentes niveles, integrado en las esferas política y social –desde los partidos verdes y las políticas climáticas de la UE al Green New Deal, buque insignia de la nueva administración Biden–, hoy sigue siendo una actividad de riesgo en otros puntos del mundo. Según la organización Global Witness, solo en 2019 fueron asesinados 212 activistas medioambientales. Colombia y Filipinas son los países más peligrosos para los activistas medioambientales, sobre todo para aquellos que reivindican cuestiones que entran en conflicto con actividades mineras o agrícolas. «En momentos en que necesitamos proteger más que nunca al planeta contra las industrias que emiten CO2, los asesinatos de defensores del medioambiente y la tierra nunca han sido tan numerosos», denuncian desde Global Witness.
Otro estudio realizado por el Instituto de Ciencia y Tecnología Ambientales de la Universidad Autónoma de Barcelona (ICTA-UAB), publicado hace apenas unos meses por la revista Global Environmental Change, apunta a las enormes tasas de criminalización y violencia sufridas por los activistas medioambientales. Pese a ser, en su mayoría, miembros de grupos vulnerables que emplean formas de protesta pacífica, sufren represalias que tienen un elevado coste para su integridad física: según la investigación, un 13% de ellos pierde la vida por su labor de activismo. «Para apoyar a los defensores ambientales de manera efectiva es necesario conocer mejor los conflictos ambientales subyacentes, así como los factores que permiten a los activistas movilizarse con éxito por la justicia ambiental», explicaba Arnim Scheidel, investigador principal del estudio, en declaraciones recogidas por la Agencia Efe.
El activismo post-Greta
Si la primera manifestación que pone fecha al Día de la Tierra consiguió la creación de la EPA, hoy el movimiento ecologista, con sus activistas implicados, también ha obtenido resultados visibles con sus reivindicaciones. Según el mismo estudio de la ICTA-UAB, a pesar de las elevadas tasas de criminalización sufridas sobre todo entre los indígenas, los movimientos ciudadanos logran detener la degradación de los ecosistemas hasta en un 27% de los conflictos ambientales.
De hecho, justo antes de que el coronavirus irrumpiera en escena, las movilizaciones ambientales estaban en plena efervescencia en todo el mundo. En septiembre de 2019, miles de personas salieron a la calle en la Huelga por el Clima, que marcó un hito en las movilizaciones iniciadas muchos meses antes por los jóvenes de Fridays for Future. Con sus organizaciones en diferentes países, el movimiento liderado por la joven activista sueca Greta Thunberg ha logrado un impacto social muy celebrado entre las organizaciones ecologistas. En los últimos años, ella se ha posicionado como uno de los rostros más reconocibles y movilizadores de la acción por el clima: desde las portadas de medios de comunicación de todo el mundo a sus discursos ante audiencias tan conservadoras como el Foro Económico Mundial o los expertos reunidos en las diferentes COP, su irrupción en escena ha supuesto un revulsivo a gran escala para la defensa de la Tierra.
El altavoz que los medios dieron a sus palabras, sumado al poder viralizador de las redes sociales, tuvieron una traducción directa en la percepción de la emergencia climática por parte de la sociedad demostrando el poder del activismo y de los líderes transformadores para llamar a la acción. En El poder del consumidor-ciudadano, el III estudio Marcas con Valores, los datos refrendan el poder de ese efecto Greta: los índices de confianza hacia los jóvenes como impulsores del consumo consciente se dispararon entre los llamados periodos pre y post Greta porque, por ejemplo, el 69% de los padres con hijos menores de veinte años afirman hacer un consumo consciente gracias a ellos y el 58% cree que sus hijos comprarán más marcas con valores porque están mucho más concienciados con la sostenibilidad y la justicia social.
Aunque el mundo que dio el primer paso para celebrar el Día Mundial de la Tierra es muy diferente al que hoy habitamos, las instantáneas que entonces se tomaron no distan tanto de esas multitudinarias marchas por el clima del mundo pre-covid. Las razones para salir con urgencia a la calle a defender la causa medioambiental se han multiplicado, pero la esperanza de que hacerlo funciona, también. Un viejo proverbio indio sostiene eso de que el planeta no es una herencia de nuestros padres sino un préstamo de nuestros hijos y hoy, más que nunca, estos dejan claras sus condiciones para concederlo: quieren menos palabras y más acciones para que, dentro de otros cincuenta años, los suyos salgan a la calle para celebrar que el activismo climático dio sus frutos.