Por Emilio Chuvieco Salinero
Aunque en ciencia siempre hemos de estar dispuestos a rectificar teorías con los nuevos datos que vayan observándose, las evidencias que tenemos disponibles apuntan a una clara confirmación de que el cambio climático es de origen humano, como han dejado patente los últimos informes del Panel Intergubernamental del Cambio Climático.
Para afrontarlo, existen dos grandes estrategias: adaptación y mitigación.
La primera supone diseñar actuaciones que reduzcan los efectos negativos del calentamiento global, mejorando nuestra preparación ante los nuevos escenarios climáticos que se prevén. En resumen, considera que los efectos –o al menos parte de ellos– son ya inevitables.
La mitigación, por su parte, intenta paliar el problema, esto es, trata de promover estrategias que reduzcan la concentración de gases de efecto invernadero en la atmósfera.
Para ello, existen dos vías: por un lado, bajar las emisiones y, por otro, fomentar la captura de los gases que ya están presentes, ya sea en la vegetación, el agua o el suelo.
Para lograr el segundo objetivo, podemos promover los llamados sumideros naturales de carbono. Sabemos que las plantas absorben CO₂ y almacenan carbono en su crecimiento, mientras que con su descomposición alimentan el carbono fijado en el suelo. Los océanos absorben una gran cantidad de CO₂ que acaba convirtiéndose en depósitos geológicos. Obviamente, reforestar es una buena estrategia de mitigación, a la vez que evitar nuevas deforestaciones y la pérdida de carbono en los suelos. Por ejemplo, a causa de los incendios boreales de alta intensidad.
En cuanto a las acciones de mitigación orientadas a reducir nuestras emisiones, las alternativas pueden calificarse en tres grupos: ahorro energético, empleo de energías de baja emisión y captura de emisiones in situ.
Ahorro energético
Suelo comentar con mis alumnos que la bombilla más ecológica es la que está apagada. De las famosas tres erres, parece que no nos damos cuenta de que la primera no es reciclar (es la tercera), sino reducir y la segunda reutilizar.
Reducir nuestro consumo superfluo y promover sistemas más eficientes energéticamente son las mejores estrategias para disminuir las emisiones. No estoy hablando solo de cambiar algunos elementos de nuestro modo de vida (que podrían suponer grandes ahorros) sino incluso de cosas mucho más sencillas, como apagar los electrodomésticos en lugar de ponerlos en standby. Lejos de ser despreciable, esa energía –que es solo necesaria para que el aparato esté al alcance del mando a distancia– supone acumuladamente miles de kW/h al año. No digamos nada del ahorro que supondría mejorar el aislamiento térmico de los edificios o la gestión del tráfico con horarios más flexibles.
Energías renovables
En cuanto al empleo de energías de baja emisión, siempre se citan las renovables. Son sin duda las más convenientes, tanto por razones ambientales como –no lo olvidemos estos días– geopolíticas, ya que dependen de nuestro propio territorio.
Naturalmente que todas las fuentes de energía tienen algún elemento negativo: el estético (eólica), el espacio que necesitan (solar o hidraúlica) o su disponibilidad intermitente (casi todas), pero tienen muchas otras ventajas.
El tema de la energía nuclear es políticamente muy sensible, pero es bastante claro que tiene emisiones mucho más bajas que las fuentes de energía fósil, incluyendo el ciclo de vida completo. Objetivamente, hasta ahora han sido bastante seguras, aunque naturalmente sigue abierto su principal problema: la gestión de residuos.
Captura de emisiones in situ
Finalmente, la captura de CO₂ en plantas industriales o de generación de energía eléctrica supone minimizar las emisiones mediante filtros. Ese gas retenido se inyecta posteriormente en depósitos estables, generalmente en sustratos geológicos donde pueda convertirse en material inerte (por ejemplo, carbonato cálcico). Estas técnicas están desarrollando sobre todo en países, como Alemania, con bastantes recursos propios de carbón.
Existen otras estrategias que suelen conocerse con el término de geoingeniería, y que implican modificar artificialmente alguno de los elementos clave del sistema climático: reducir la radiación solar incidente mediante espejos orbitales o un filtro químico, aumentar la absorción de CO2 del agua mediante fertilización, etc. Estas alternativas son arriesgadas. Suponen alterar más o menos bruscamente un sistema muy complejo, que no conocemos con el suficiente detalle, y podrían tener consecuencias planetarias insospechadas.
¿Quiénes deben aplicar estas medidas?
Las diferentes estrategias de mitigación suelen gestarse en los grandes acuerdos internacionales, pero su aplicación práctica depende de los Estados. La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCC) no implica deberes concretos ni sanciones en caso de incumplimiento.
Generalmente, los ciudadanos de a pie consideran que el problema solo es responsabilidad de estos grandes centros de decisión, pero rara vez se relaciona con el consumo que todos realizamos en nuestras actividades cotidianas.
En un reciente estudio sobre la huella de carbono en España, hemos podido comprobar cómo el consumo es el principal factor de las emisiones de gases de efecto invernadero, suponiendo más del 70 % de las emisiones nacionales. Similares estimaciones se han publicado sobre otros países.
Obviamente no se trata de evitar el consumo, sino más bien de orientarlo hacia sectores que impliquen una reducción de nuestras emisiones.
Ahora bien, estoy de acuerdo con la afirmación de Benedicto XVI de que el consumo es una opción moral. Al fin y al cabo, es una manifestación de nuestros valores y preferencias. En este sentido, las estrategias que antes indicaba pueden ser aplicables a nuestra actividad diaria: reducir implicará usar menos energía, ya sea porque dejamos de hacer ciertas actividades (turismo de larga distancia, por ejemplo) o porque las hacemos con métodos más eficientes en términos de emisión (coches eléctricos, optar por el tren sobre el avión, uso del transporte público, bicicletas, etc.).
Además, podemos elegir proveedores de energía renovable, mejorar nuestros aislamientos térmicos, regular la temperatura de nuestras casas, la eficiencia de los electrodomésticos, la duración de las duchas, el tipo de comida que consumimos (reducir el consumo de carnes rojas), la ropa que compramos (o mejor aún, que seguimos usando) y un largo etcétera.
Como consumidores, nuestro impacto individual es muy pequeño, pero muy grande cuando calculamos el conjunto.
Además, nuestra coherencia personal nos permitirá también exigir a los poderes públicos y los agentes sociales actitudes y acciones que cambien las actuales tendencias. Como en otras cuestiones ambientales, también aquí podemos decir que si no somos parte de la solución, somos parte del problema.
Emilio Chuvieco Salinero es catedrático de Geografía, Universidad de Alcalá. Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.